Las seis de la mañana en La Güeria, las dan las campanas del reloj que Selmo tiene en las escaleras que llevan a la planta superior de la casa.
Se levanta sin hacer demasiado ruido, para no despertar a la mujer y a los guajes, aún es demasiado temprano para que vayan a la escuela, es tan temprano que aún no ha salido ni el sol en el valle que forma el Candín.
Selmo frota las manos con fuerza cuando sale al frío exterior. Hace el frío justo para que el viejo y raido chaquetón de paño marrón que lleva puesto no sobre. Se consuela pensando que en la mina entrará en calor, prefería el calor de la cama y la tibieza del cálido cuerpo de Anuncia.
Conecta la dinamo de la vieja bicicleta azul con frenos de varilla, coloca el pie izquierdo en el pedal del mismo lado, da unos golpes con el otro pie en el suelo, la bicicleta, ya sin marca de puro vieja, comienza a rodar algo tambaleante, Selmo alza la pierna, la pasa por el sillín y da las primeras pedaladas hacia el Pozu Cabritu. Veinte años ahí ya -piensa echando un juramento- duele el cuerpo de picar carbón, pero no hay otra, hay que seguir.
Y en los inviernos con nieve la misma rutina, pedaleando de La Güeria a la Felguera, tres kilómetros de suave descenso salvo alguna que otra subida, que ya van costando y a cada año cuestan más, y lo peor es a la vuelta, que hay más pendiente y vienes reventado de picar carbón, quien pudiera tener un coche, o una moto aunque fuera pequeña, pero no hay de donde, los guajes se llevan lo poco que gana, la casa el otro poco y lo que queda, para tomar unos culines de cuando en cuando o darse un capricho con la mujer, un capricho pequeño, ir a alguna fiesta, a comer a un prado, pequeños momentos de felicidad que hacen que la vida valga la pena.
Lo peor es el invierno, con la lluvia -Selmo mira al cielo, aún no llegó el invierno, pero poco le falta- o la nieve. Pedaleando con madreñas y paraguas. Vicente, el gallego que pica carbón en el Cabritu, después de picar o de dejarse picar unos años por los moros en África, se ríe entre dientes, cree que los asturianos somos unos seres extraños por eso de montar en bicicleta con madreñas y paraguas, para un circo que nos llevaba a todos, dice el puñetero gallego.
El tiempo pasa y la vieja bicicleta sigue llevando a Selmo al Cabritu, un día tras otro, haga sol llueva o nieve, que si vas con cuidado por las rodadas de algún camión malo será, cuando hay mucha nieve, tres kilómetros a pie al ir y los mismos para volver, pero cansado. Los patrones bien, en coche y con chofer, que ya podían poner un autobus.
Y llega la tos, el médico de La Felguera diagnostica silicosis, y menos mal que los chavales ya van grandes, que mira tu, peseta a peseta, pedalada a pedalada, lograron estudiar algo y ya se pueden ir defendiendo.
Y los años siguen, y esa tos maldita que sale de unos pulmones negros, y la cama, que si eres minero, tienes silicosis y te metes con esa tos en la cama vas para el hoyo en menos tiempo del que tardan las campanas del reloj en dar las seis de la mañana.
Una tarde gris las campanas de La Güeria suenan a difunto, y los compañeros de Selmo lo portan a hombros a la cercana iglesia en su humilde caja de pino, y la vieja bicicleta sin marca, con más negro de carbón que azul en sus metales, lo mira pasar desde la puerta, lo mira con su foco que lleva años sin funcionar.
Antes de marcharse, llevándose a la madre para Gijón, que ya está mayor y hay que cuidarla, uno de los hijos lleva la vieja bicicleta para el desván, y allí queda, un año, otro, otro... Y los nietos de Selmo, que no los vio crecer por la maldita silicosis, vienen los fines de semana con los padres, y aún con la abuela, a la casa de la Güeria, y van creciendo y estudian, y trabajan.
Fue una tarde de reunión familiar en la vieja casa familiar, el hijo mayor de Selmo sacó la bicicleta a la calle, los neumáticos negros, aún con restos de carbón de la mina, desinflados, quebradizos, algunos radios sueltos, el viejo sillín de cuero que tantas veces llevó al padre camino del pozo roto, las varillas de los frenos sueltas y oxidadas, óxido por todos los viejos metales, oxido honrado, de humedad, de mañanas frías, de lluvia y de nieve.
-Mira hijo, es la bicicleta del abuelo, habrá que tirarla
-¿tirarla? -el nieto pensó unos segundos, mirándola- podríamos… no se… restaurarla
-¡cagonmimantu! ¡Esto no hay por donde cogerlo! ¿quién la restaura?
-hay un taller en Gijón.
El hijo de Selmo miró con cariño la vieja bicicleta, en la que tantas veces había visto llegar a su padre.
La bicicleta del abuelo Selmo se ve por el paseo de San Lorenzo, por Poniente o por el LLano, los viandantes que pasean se paran a admirarla, se deleitan con su color azul vivo, sus lineas doradas que decoran sus perfiles, con su perfecto sillín de cuero, su bombín plateado, hasta marca vuelve a tener, las ruedas… las ruedas, a veces el más pequeño de los nietos de Selmo consigue una piedra de carbón y se la pasa por los neumáticos, después trata de imaginar al güelo, con sus madreñas y su paraguas, pedaleando en las oscuras y lluviosas madrugadas del invierno camino al pozo, imagina que está en algún lugar a donde van los hombres buenos cuando parten de este mundo y le da las gracias, por todo.
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